sábado, 20 de junio de 2015
viernes, 14 de noviembre de 2014
Tatuaje
miércoles, 16 de mayo de 2012
Con aroma a sardinas
Mamá trabajaba en un merendero cerca de la playa. Conoció a mi padre cuando le sirvió un plato de sardinas asadas. Nunca se habían visto hasta entonces. Entre las dunas él disfruto de su olor de la leña donde asaban las sardinas. Ella del olor a colonia fina de señorito de ciudad con un recoveco de sudor fresco. Nunca se volvieron a ver desde entonces.
martes, 14 de febrero de 2012
Cómo apagar un conato de incendio
Siempre le ha gustado verla imitando a Audrey Hepburn con los leggins ajustados, el jersey de cuello alto, todo en un sobrio negro, mientras fuma, ausente, apoyada en la barandilla del balcón. A contraluz, parece dibujada a carboncillo. Siempre que no está la recuerda así, acodada y ausente, fumando uno de esos cigarros largos que solo compra ella. En su recuerdo a veces lleva el pelo suelto, las mas de las veces en una coleta alta, tan tensa que parece estirar sus facciones.
Ella se postrerna a su lado, con cierta cualidad felina, y huele a limón. Siempre le acompaña ese aroma con una nota cítrica, especialmente por las mañanas, sobre todo entre sus piernas. Acaricia la parte exterior de su muslo con ternura, él ni se solivianta, pero es capaz de rememorar exactamente la palidez de su mano, la longitud de los dedos y la curva que hace su muñeca al tentar cualquier parte de su cuerpo. Levemente, ella posa la cabeza en su hombro, el aroma a espliego de su champú se mezcla con ese toque ácido que siempre tiene, inunda sus fosas nasales. Él se da cuenta de que se está mordisqueando el labio inferior, con su lengua nota cierto escozor aliviado por la saliva y el ligero abultamiento de la inflamación producida por la succión de los besos con los que se han estado entreteniendo mientras haraganeaban entre el caos de sábanas y mantas.
Ella mueve la cabeza, tratando de alcanzar su boca, su campo de visión se opaca y se centra en lo que su madre llama el pico de viuda, el nacimiento del pelo. No puede ver nada más mientras nota el leve aleteo de los labios de ella sobre los suyos. Trata de apartarse a tiempo, pero el inequívoco estruendo de la televisión le indica que no ha sido lo suficiente ágil. Estrella el mando de la consola contra la mesa.
-¡Joder! ¡Que estaba a punto de pasarme el puto juego!
martes, 7 de febrero de 2012
Egolatría deslustrada (o tengo un ego que no me cabe en esta bocaza que tengo)
Dedicado a Lady S. (and you know why)
“Y yo…”
“Pues a mí…”
“Es que mi…”
“Yo…”
Debe ser lo bueno de ser un travelo que hace la calle: tienes tantas experiencias en tu vida que eres capaz de extrapolar cualquier historia, cualquier anécdota, cualquier relato a alguna relacionada con la vida lumpen que has vivido.
“Y yo…”
“Pues a mí…”
“Es que mi…”
“Yo…”
No hace falta que escuche lo que tiene que decir su interlocutor, en cuanto encuentra un hueco (o no, también sirve callarle interrumpiendo) lanza su preparada diatriba sobre cualquier tema que se prepare la noche antes.
“Y yo…”
“Pues a mí…”
“Es que mi…”
“Yo…”
La lumi con la que comparte esquina, la mira con perplejidad: acabar de llegar de Rusia y no entender castellano no es obstáculo para quedarse sorprendida ante un torrente de palabras acompañadas de una hiperbólica gesticulación con la que hacerse entender.
“Y yo…”
“Pues a mí…”
“Es que mi…”
“Yo…”
Una vez estuvo trabajando a las órdenes de un proxeneta, un rufián del tres al cuarto, al que llamaban “Media leche” porque salía escaldado cada vez que se metía en alguna rencilla por una esquina en la que colocar a sus protegidas.
“Y yo…”
“Pues a mí…”
“Es que mi…”
“Yo…”
La que mejor lo sobrellevaba, la que lo aguantaba sin decir ni mu, era una madre sorda con la que compartía la destartalada habitación de un quinto interior sin ascensor.
“Y yo…”
“Pues a mí…”
“Es que mi…”
“Yo…”
sábado, 9 de abril de 2011
Qué hizo una chica como tú en un lugar como aquél
-He vivido mucho y he visto muchas cosas- afirmó cortante y asertiva, el denso rojo de su carmín orlando el borde de la copa de vino, al fondo de la que aún se veía joven, descarada y atrevida, como la primera vez que plantó sus pies en el puerto de Ibiza, desembarcando de un barco donde un marinero polaco le había prometido lo que ella había interpretado que era amor eterno pero que , al día siguiente, se había demostrado que sólo era palabrería con la que convencerla para que se abriera de piernas, aunque ella bien sabía que no era necesaria demasiada persuasión, algo que hacía que a su madre le llevaran los demonios contra los que rezaba a las ocho en la iglesia del barrio y cada noche antes de dormir. –Siempre recordaré el día que Mick Jagger me dijo que tenía las tetas más bonitas de toda España.- A su lado su hijo, con el jersey más gris que había encontrado en su armario, ponía los ojos en blanco, sabedor de la historia que venía a continuación, una inconexa anécdota de cosa sobre el vientre de su propia madre, el cantante de los Rolling y la primera mujer de él y la noche en la que descubrió la diferencia entre el orgasmo clitoriano y el vaginal, la localización exacta de punto G y lo que era el squirtting. Según la historia de su madre, se habían conocido mientras ella vendía sus pulseras de cuero cerca de Cala Bass y ellos estaban pasando unos días de descanso. Sabía perfectamente que la historia era tan falsa como tantos de los coloristas sucesos con los que su madre aburría a todo aquel que tenía la mala suerte de contar su interés, en aquél caso el último chico que había logrado ligarse. Siempre trataba de evitar esos momentos como si de una enfermedad se tratara. Contaba como una amplia experiencia para saber que, más temprano que tarde, la desbordante imaginación de su progenitora terminaría por asustar al ligue de turno. Pero no había habido opción; su madre se había presentado en el bar en el que ambos disfrutaban de una cerveza con la que trataban de reconocerse en la esquina más sombría, se había acomodado entre ambos y había comenzado la retahíla de historietas y chascarrillos con los que adornaba una biografía ajena a los cánones más convencionales de un país bajo una dictadura. Había vivido de una forma ciertamente heterodoxa, sí, pero no era, ni de lejos, tan colorista como ella se empeñaba en pergeñar para el público que le prestara un mínimo de atención. Lo cierto era que ella se había criado en una ciudad al lado de un mar ceniciento y que, antes de los dieciséis, se había escapado con un chico varios años más listo que ella, que le prometía una vida y le vendía los sueños inalcanzables para una chica de aquél lugar. Sufrió la primera vez que le abandonaron, con una crueldad que le calaba en los huesos, en una estación de tren que se había perdido entre olivares y por la que ya no pasaba ningún ferrocarril. Hasta ahí, su madre solía ceñirse bastante a lo que fue su vida, si bien no faltaba cierta ornamentación: persecuciones por parte de la benemérita, repudios paternales y fogosas declaraciones a la luz de la luna, por aquello de dar cierto tono Corín Tellado a su impostada autohagiografía. Si se la hiciera caso, a ella había que considerarla instigadora del “Mayo del 68” en París y la ideóloga detrás de la “Primavera de Praga”; durante la “Revolución de los Claveles” estaba embarazada, así que atribuía ese mérito a uno de sus amantes. No dejaba de ser cierto que viviera en Ibiza a finales de los 60 pero había que poner en duda casi todas las batallas que se empeñaba en contar y que él achacaba al uso y abuso de sustancias psicotrópicas de dudosa procedencia. Se revolvió en su incómodo sitio, miró de reojo al pretendiente de turno que fingía un interés desmesurado en la nueva anécdota del viaje en el que conoció a Ravi Shankar. Él sabía de sobra que lo más cerca que ella había estado de algo hindú era la “Semana de la India” de cierta cadena de grandes almacenes, pero se resignó a callar y soportar el monocorde parloteo de su progenitora.
-Cuando me dijo que le gustaban los chicos- aquella parte de la historia que le involucraba era la que más incómodo le hacía sentir, pero ya se había acostumbrado a soportarla con resignación. Se culpaba a sí misma por no haberle prestado más atención cuando era un niño. Ella lo explicada de forma que pareciera la mártir de las madres solteras y trabajadoras, cuando la realidad era bastante distinta, dando una imagen de cierta casquivanía, dejando en la cama a un niño de cuatro años, solo en casa, mientras ella salía envuelta en un perfume tan denso como un abrigo de pieles a vivir una noche tras otra. Cuando cogía confianza con alguien, incluso contaba aquella parte más sórdida, pero pertinentemente endulzada, erigiéndose en la auténtica musa de la movida al rechazar el papel de Olvido Gara en en “Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón”, inspirando a Fabio MacNamara el “Voy a ser mamá” y a Pepe Risi el “Qué hace una chica como tú en un sitio como éste”. Siempre decía con cierto deje de desprecio, que aquella historia de la movida no era más que un invento de marketing sin base real, que sólo se juntaron un puñado de gente haciendo cosas que antes no se habían hecho por la represión de la dictadura. Cierto era que, en aquella época, rara era la noche que pasaba en casa, dejando en casa a un crío a merced de unos terrores infantiles que terminó por controlar mejor que sus esfínteres, pero la realidad era que sólo iba a clubs en los que poder encontrar a un hombre de una noche en el fondo de un vaso de gin-tonic. Él no era capaz de recordar el número hombres que había encontrado en multitud de mañanas en el salón de casa, o saliendo apresurados con la cabeza gacha y remetiéndose la camisa por los pantalones, o alguno haciéndose el simpático, con la estúpida convicción de que si se ganaba al hijo, se ganaría a la madre, manida maniobra más vieja que el mundo y que jamás ha dado el menor resultado, ni con su madre no con el resto de personas con las que se ha utilizado esa maniquea estratagema. Nunca había visto dos veces la misma cara. No había logrado retener un sólo nombre.
-Como te decía, cuando el niño salió del armario, ni me sorprendí.- En realidad, se había quedado apoyada en el quicio de la puerta del salón mientras él, con dieciséis años, se afanaba entre las piernas del hombre que, pocas horas antes, se había esforzado en sacar el cabecero de la cama de su madre por la pared de su cuarto. Cuando ambos se corrieron, ella acertó a carraspear, levantar una ceja e impostar su voz de fatal mujer de mundo diciendo “Ha heredado las dotes de su madre”, acompañado de esa sardónica forma de soltar el humo que dice mucho más de lo que calla. De aquello, él nada más que recordaba sus palabras enmarcadas en el denso pintalabios bermellón que dejaba un rastro en cada vaso sobre el que posaba su boca, como la copa que ahora reposaba entre dos cajetillas de tabaco. Se resignó. Como siempre. Como llevaba haciendo toda la vida, aburrido, esperando un momento de silencio en el parloteo desafortunado de una madre que construía una biografía a la altura de su imaginación, no de su vida. Se conformó con saber que, en algún momento, acabaría, concluiría su historia, que no terminaba con un “fueron felices y comieron perdices”. A esas alturas, era capaz de profetizar hasta la frase de despedida del chico que le acompañaba, el temido “ya te llamaré” que nunca se concretaba. El chico miró el reloj del móvil pensando, sin duda, que aquello se alargaba más allá de lo excesivo. Se resignó. Como siempre. Ni se inmutó cuando él se levantó de la silla ubicada en el rincón más estratégicamente oculto del bar.Yatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaré era el mantra que martilleaba su cerebro. Pero, a veces, los lugares comunes son menos comunes de lo que logramos creer y se despidió de su madre con un cortés
-Encantado de conocerla, señora- que su madre se empeñó en corregir con un “señorita” y una sonrisa pícara que acompañó su mano extendida en un gesto que interpretó a la perfección, inclinándose para levemente rozar con los labios. Cuando su turno llegó, el roce fue considerablemente más lascivo y se acompañó de un inusitado “llámame cuando quieras”.
El silencio se sentó guardando las distancias entre madre e hijo.
-Pues parece majo,- afirmó ella.
-Sí que lo es,- respondió él lacónico. Levantó los ojos del vaso vacío y la espetó –Mamá, llevas mal puesta la peluca.
mp3: Burning “Qué hace una chica como tú en un sitio como éste”
martes, 30 de noviembre de 2010
La muerte en (un trasunto de) Venecia
La belleza de su rostro era la de una virgen rafaelista, distorsionada por el pelo corto y rizado que nimbaba de ámbar su testa y las patillas que enmarcaban sus altos pómulos no dejaban lugar a dudas de su género. Era tal su perfección que casi daba miedo acercarse a él, so pena de que desapareciese, se desvaneciera bajo el peso de una realidad que no está hecho para los seres perfectos. Cualquiera creería que se trataba de un Tadzio llegado a la edad adulta, por un breve instante me entendí en toda su magnitud un libro (y película) que nunca había logrado entender, que no me había llegado a calar salvo por aquel instante. En ese momento de podría detener el vagón del tren, tener que evacuaron de forma perentoria y me hubiera quedado allí mientras él se quedara allí y yo pudiera contemplarle.
¿Se puede sufrir el síndrome de Stendhal contemplando un rostro?
¿Puede doler la certeza de saber que nunca más vas a volver a cruzarte con esa persona?
¿Puedes pasar del embelesamiento a sentir que alguien es deplorable en cuestión de instantes?
La respuesta es que sí, cuando los detalles te demuestran la nefasta colisión de dos mundos separados por un abismo. Primero fue ver una carpeta de una Universidad privadísima, exclusivísima, hipercarísima, de inconfundibles tendencias religioso-políticas. Después llegó un tono de móvil con una inconfundible melodía de cierto grupo andaluz tan afín a ciertos ideales que fueron la gran atracción de la boda de la hija de uno de los dirigentes de un partido gobernante de infausto recuerdo. Para seguir, el llamativo logotipo de una camisa perfectamente planchada (seguramente por una chacha de un país en vías de desarrollo sin contrato de trabajo). Pero lo peor de todo, aquello que deshizo el sueño y lo mancilló con el barro de una realidad que nunca es tan bonita como la imaginamos, fue un acento en su voz que arrastraba las eses, las alargaba y las dejaba colgando en el aire del vagón como una estalagmita de aliento.
Supongo que nuestros sueños no están construida a la alturas de la realidad.
lunes, 29 de noviembre de 2010
Ese hombre
Cerró la puerta tras él y aún no había logrado discernir si estaba satisfecho o decepcionado. Tantas pruebas después ya se había dado cuenta que sus pálpitos, sus intuiciones, las más de las veces, eran erróneas. Hacía un par de horas había llegado a aquél hotel tan céntrico, tan moderno, tan exclusivo, donde aquél que según todos los medios era el mejor director de cine español, estaba haciendo pruebas para extra con frase en su siguiente película, protagonizada por uno de sus primeros actores fetiche y la musa de su más reciente y aclamada filmografía. Por supuesto, se había presentado allí con la intención de dejarles anonadados con sus capacidades interpretativas y conseguir algo más que una línea. Al llegar, una chica ataviada con lo que parecía un kimono y pelo cortado a tazón, con aquellas gafas de pasta negra que la circunscribían en una tribu social muy definida, le tomó los datos, recogió su book y su curriculum, le entregó un número y le hizo pasar a una sala en la que se hacinaban decenas de aspirantes como él. A la mayoría de ellos ya los conocía de otras situaciones similares, algunos estaban en la misma agencia que él y, como siempre, la sensación que tenía era como el tener que esperar en la carnicería a que te llegara el turno. Sólo que en aquellos casos, el trozo de carne era él. Y aquella ocasión no fue distinta, aunque esperaba que lo fuera, que le permitiera conocer a aquél genio cuyas películas había visto miles de veces (en realidad un par de ellas, y no todas, sólo las más importantes, aunque no lo fuera a confesar ni aunque le fuera la vida en ello), que les deslumbrara con su interpretación.
Pero cuando le hicieron pasar a la sala en penumbra, sólo le presentaron a la asistenta de la ayudante del director de casting. Trató de no parecer decepcionado, pero no podía evitar el desasosiego de sentirse observado, casi como el insecto bajo la lupa del entomólogo. “Al fin y al cabo, para eso soy actor” lo que era su mantra en el día a día, la frase que se repetía una y otra vez y otra y mil veces, que le había hecho dejar aquella ciudad del sur en la que había crecido para encontrar su oportunidad en la gran urbe. Y las oportunidades, una tras otra, se habían ido presentando tan esquivas como la sensación de un sueño de esos tan vívidos que crees que vas a ser capaz de rememorarlos una vez entres en el mundo de la vigilia. Y las oportunidades, una tras otra, habían pasado de largo. Y pensó que aquella era otra de esas oportunidades esquivas y ladinas, hasta que apareció la ayudante del director de casting arreglándose la falda. Hasta que apareció el director de casting tratando de remeterse la camisa y la satisfacción por dentro de los pantalones. Leyó su línea, tal y como la había ensayando en cientos de ocasiones. Le pidieron que la dijera más despacio. Le pidieron que adoptara un tono más grave. Le pidieron que fuera más dramático. Le pidieron que tratara de parecer más alegre. Le pidieron que se quitara la camiseta. El momento carnicería llegó sin aviso previo. Estaba tan concentrado en las palabras que, al principio, no se dio cuenta de lo que le estaban pidiendo.
”¿No me has oído?” toques de exasperación y cansancio se traslucía en la voz del director de casting, como si, de repetir tantas veces la misma frase, la hubiera desgastado. Con cierta resignación se levantó el bajo de la camiseta, preguntándose si era necesario repetir la misma frase a pecho descubierto, sabiendo que aquello no cambiaría para nada la decisión. Se terminó de sacar la prenda, esperando instrucciones pero los rostros de sus jueces eran inescrutables. No esperaba una reacción desmesurada, pero sí algún gesto, bien de asentimiento, hasta de disgusto, no la expresión desapasionada desde cuya altura le observaban como un objeto inanimado.
Cuando cerró la puerta detrás de sí no sabía si estar desanimado o eufórico, no sabía qué esperar de aquello. No sabía si estaba satisfecho o decepcionado. El reloj decía que sólo le quedaba media hora para llegar a aquella cafetería en la que consumía seis de las horas de sus días, así que se apresuró a coger un metro que, como siempre, tardaba más de lo que él necesitaba. La jornada laboral se presentaba racheada, tan pronto la emoción le embargaba como en cuestión de minutos se dejaba acunar por los brazos del desánimo. Sentía el peso del móvil en el bolsillo del pantalón, bajo el delantal, como un animal muerto, esperando una llamada, esperando la señal que significara que su denuedo había dado los frutos esperados. Pero el teléfono no sonó aquella tarde. Ni el día siguiente. El móvil fue mutando hasta convertirse en un enemigo y el clavo ardiendo al que agarrarse ante la adversidad. Una pistola que no sabía por cuál de los dos lados dispararía en el momento en el que apretara el gatillo. Las horas en el trabajo se aderezaban con la sorda banda sonora de la desilusión, jalonadas por café cortados, bollos y manzanillas (1), de los rostros vacíos, anónimos al otro lado de la barra, de la eterna duda de si había hecho bien dejándolo todo y mudándose a aquella ciudad que le estaba devorando, que le estaba chupando la sangre, todo ello blindado tras la inmarceable sonrisa que se colgaba cada vez que se ponía el negro delantal que era su uniforme.
El teléfono sonó al cuarto día con un número oculto, cuando la esperanza había hecho las maletas y le había dejado con la sempiterna sensación de que no iba a ningún sitio, de que se encontraba anclado en la mediocridad y avocado a un fracaso que le obligaría a volver al lugar del que, más que marcharse, había huido.
-Llamo por lo del anuncio- dijo alguien al otro lado de la línea con un indefinible acento del sur del país. Era una voz que le resultaba más que conocida, familiar.
-Perdone, pero creo que se ha equivocado. No he puesto ningún anuncio- replicó mientras trataba de ubicar aquella voz.
La línea murió al otro lado. El silencio caló su cuerpo como la lluvia fría de enero. Sacudiéndose la desilusión que se le incrustaba en la piel como una enfermedad, pensaba en la voz de la llamada. Tan conocida. Tan cercana. Como si hubieran hablado miles de veces. Parapetado tras su delantal limpiaba mesas, atendía pedidos variopintos y soportaba las prisas de los clientes con la mejor sonrisa que era capaz de impostar. Pero la llamada volvía una y otra vez, como un mantra.
Desde la cocina alguien gritó que cerraran la puerta, que entraba frío. Tan solícito como siempre se dispuso a cerrarla, tropezando de frente con las grandes gafas y el pañuelo que cubrían media cara del aclamado director que había ganado premios en Hollywood y en todos los festivales más prestigiosos de Europa, una vez se avino a las convenciones del cine para todos los públicos y dejó de lado las paranoias trash de sus primeros años. La norma de la casa era dejar a todos los clientes tranquilos, especialmente aquellos que aparecían en los medios, aunque aquella vez no pudo evitar quebrarla cuando le llevaba un latte macchiato con leche de soja muy fría y sacarina y le espetó, tras reunir todo el coraje que encontró en su depauperado orgullo, que se había presentado para el casting de su próxima película. No obtuvo más respuesta que una mirada de desprecio y un “de esas cosas se ocupan los demás”, dejando bien a las claras que lo último que deseaba era ser reconocido y molestado. Nunca había entendido tan literalmente lo de ir con el rabo entre las patas porque era exactamente la sensación que le embargaba.
El móvil volvió a vibrar en el bolsillo del pantalón en el momento en el que menos podía atenderlo, cuando llevaba a dos mesas sus respectivos pedidos. Manteniendo una sangre fría de la que no sabía disponer atendió a los clientes, cruzando los dientes y apretando los dedos con la esperanza de que no llamaran desde un número oculto ni desde una centralita, lo que impediría devolver la llamada. Como pudo, volvió a su puesto al lado de la barra y echó un vistazo al móvil. Ver los nueve dígitos hizo que resoplara aliviado. Pulsó el botón verde y se llevó el teléfono a la oreja. Ignoró el repiqueteo de un tono de llamada enervante de una mesa cercana que sonó un par de veces, al mismo tiempo que al otro lado de la línea oía:
-Te he llamado por lo del anuncio del servicio completo por 150€
Enmudecido, miró a su alrededor. Había ubicado la voz y en la mesa cercana a la barra, el internacionalmente reconocido director decía:
-¿Te interesa?
(1) Uno no puede evitar ciertas referencias a las canciones de adolescencia. Platero y tu “Tras la barra del bar”
domingo, 28 de noviembre de 2010
Algún día (de lluvia) te escribiré (algo como)esto
Estas tres historias están relacionadas entre sí. Son una suerte de trilogía accidental.
[Parte 1] [Parte 2]
Ella mira por la ventana torturada de forma de inclemente por la lluvia de un otoño interminable. La amargada luz de noviembre apenas llega a iluminar las esquinas de la estancia. En momentos así, Teresa recuerda las veces que incendió ciudades del extrarradio, los amantes anónimos, los amantes sin rostro, los días en los que sólo importaba el momento. Y siempre rememora aquellos días con el par de chicos de un barrio de más allá de las vías del tren, en un coche prestado o robado, daba igual, buscando el mar. Cree recordar que en esos días fue algo parecido a feliz, con el sol deslumbrándole y un incierto calor en medio del pecho. Las más de las veces se pregunta qué fue de ellos, de aquellos chicos ingrávidos y celestes que necesitaban un empujón para saber que estaban hechos el uno para el otro. Para ella siempre serán unos críos que empezaban a aprender a vivir.
No sabe por qué, pero siente que tiene que volver a saber de ellos, pero no sabe por dónde empezar. Se los imagina viviendo juntos, siempre el uno con el otro, creciendo y aprendiendo juntos. No concibe que los caminos de ambos se hayan separado como una vez ella tuvo que buscar su propia vida.
Busca un papel y un bolígrafo y empieza de nuevo la carta que tantas veces ha empezado y que nunca ha terminado porque no sabe a dónde enviarla.
martes, 4 de mayo de 2010
La mujer invisible
Supongo que ésta historia tiene mucho que agradecer a Almudena Grandes…
-¡Manuela!- el grito de Paca la del tercero, atronó la calle, haciendo que más de uno de los anónimos viandantes se dieran la vuelta mirando a la ventana desde que su vecina de toda la vida la gritaba. La escena era tan habitual que ni se sonrojaba, sabía que le pediría que le subiera algo del supermercado y que ya se lo pagaría cuando se lo llevara. Nunca se lo pagaba. Ni el brick de leche. Ni la barra de pan. Ni la docena de huevos. Pero aquellas menudencias no la molestaban, servían de excusa para pasarse por la tienda de la esquina, la de toda la vida, donde la conocían desde antes de que su nariz llegara a asomar por encima del mostrador. Aquellos favores para Paca la del tercero la servían para pasarse por el colmado donde, cuando era pequeña, quedaba fascinada por los colores y las formas de las chucherías que se apilaban en las cajas translúcidas sobre la encimera. Aquello era lo que le gustaba cuando era niña. Pero hacía mucho tiempo que había olvidado lo que le gustaban los regalices rojos o los chicles de fresa ácida y lo que le llevaba todos los días hasta el umbral de aquella tienda era otra cosa que también estaba cuando ella era niña pero a lo que nunca prestó atención. Ahora, con una madre enferma con la que volver a vivir después de dos divorcios, prestaba más atención los detalles.
-Buenas tardes, Manuela ¿Qué te pongo hoy?- los ojos de Vicente la miraban desde el otro lado del mostrador como la habían mirado desde siempre pero ella no se había dado cuenta, inmersa en una vida que parecía pasar al otro lado de un cristal.
-Hola Vicente- sintió ruborizarse ante una mirada que la devolvía su propia imagen de una forma que no se había visto nunca, como una mujer de carne y hueso, no como un accesorio para llevar a las cenas de empresa, o como la que tenía que ser una puta en la cama y una señora en la calle, o como aquella contra la que descargar la frustración de un trabajo y de una vida que no estaba a las alturas de las expectativas del otro, o como la que tenía que cargar con el peso de una vida y de una responsabilidad que, las más de las veces, le quedaba grande. La mirada de Vicente la convertían en un ser tangible, nada que ver con la mujer anodina, invisible, a la que nadie prestaba nunca atención. La mirada de Vicente hacía que su cuerpo se expandiera como un buñuelo en contacto con el aceite caliente. La mirada de Vicente la veía y la calaba hasta lo más hondo, la atravesaba y se quedaba en ella, viendo la niña que fue, la adolescente que llegó a ser, la mujer en la que se convirtió y aquella que tuvo que volver al barrio, marchita y con la tarea de cuidar a su madre.
-Ponme una barra de pan, cien gramos de jamón y dos bricks de leche.
-Uno de ellos para Paca ¿no?- sonrió Vicente, sabiendo de sobra que Manuela era la encargada de las menudencias de la vecina del tercero.
-Ya sabes que sí- la mano de Vicente se detuvo unos instantes más de lo habitual cuando cogía el billete de diez euros que Manuela le extendía. El roce, ligero, casi imperceptible, hizo que su corazón, cansado de una vida monótona diera un vuelco.
-Tarde. Llegas más de diez minutos tarde- la voz de su anciana madre parecía tener polvo en las esquinas.
-Madre, no creo que haya tardado tanto. Sólo he ido a la mercería a por unas medias y al colmado de la esquina.
Los ojos nublados de cataratas de su madre le miraron inquisitivos.
-Ya he oído los gritos de Paca la del tercero pidiéndote un litro de leche ¿Hasta cuando vas a ser la criada de esa mala pécora?- su madre siempre había sentido un odio inexplicable hacia su vecina, tal vez porque era cinco años más joven que ella, tal vez porque era más guapa que ella, tal vez porque era bastante más lanzada con los hombres de lo que el decoro de una mujer instalada en las más férreas tradiciones, jamás le hubiera permitido. –Esa solterona debía de habérselo pensado dos veces antes de quedarse solterona para toda la vida. Aunque ¿qué te voy a decir a ti? Una vez divorciada, la otra separada de un hombre con el que vivías en pecado…- la eterna perorata de su madre seguía por los lugares comunes que siempre usaba pare echarle en cara. Tras su divorcio y su separación pasaría por el tema de no haber tenido hijos, de ser la única de sus hijos que no la había dado nietos, por haberse quedado sola para siempre. Aquella tarde, que no tenía nada más especial que ser la del último martes del mes de abril, la capacidad de aguante de Manuela llegó a su límite.
-Deberías dar gracias a tu hija la pecadora, la que nunca tuvo hijos porque de no ser por mí, si fuera por los otros, estarías en un asilo…
-¡Mira desvergonzada! Ahora no puedo decirte lo que te tendría que decir porque tenemos que arreglarnos para ir a misa de ocho.
Manuela se mordió los labios, como tantas otras veces había hecho. Con la callada por respuesta ayudó a su madre a ponerse los zapatos, le acercó el rosario y el breviario, la pasó la toquilla sobre los hombros, ya no hacía temperatura para llevar abrigo.
Salieron a la tibia calidez de la calle cuando aún no habían dado las nueve. La verja del colmado no estaba bajada del todo y dentro aún se podía ver la figura de Vicente colocando unas cajas. Mientras su madre hablaba con otras beatas como ella, la mirada de Manuela no se despegaba de aquella cancela que la separaba de aquél que siempre había sabido verla mientras su madre seguía su diatriba con el resto de feligresas cotorreando sobre los últimos rumores del barrio, poniéndose al día de los cotilleos catódicos sobre toreros, tonadilleras y demás personajillos. En el interior de la tienda Vicente había terminado de recoger y colocar, justo subía la verja cuando su madre, con su proverbial sentido de la oportunidad, dio por concluido el cónclave de señoronas del barrio hasta el día siguiente, en el preciso instante en el que la mirada del tendero se detuvo en la figura de una Manuela que, inconsciente de su lenguaje corporal, se irguió sobre sus tacones, poniéndose derecha y sacando pecho. No tuvo tiempo de que se acercara aquel cuyos ojos le había devuelto la visibilidad, su madre le tironeaba de la manga de la ligera chaqueta de entretiempo conminándola a volver a casa.
Subiendo los ochenta y ocho escalones de madera, esos que había contado tantas veces de niña y que ahora crujían bajo su paso y el renqueante ascenso de su madre, daba vueltas a que debía haberse acercado a Vicente, saludarle, tal vez comentarle alguna trivialidad e invitarle a tomar una caña en algún bar cercano. Pero como siempre, el sentido del deber había prevalecido, se había retirado con su madre y el silencio que las más de las veces se interponía entre ellas. Nada más abrir la puerta comenzaron las órdenes con las que cuadricular el día siguiente:
-Mañana tienes que descolgar las cortinas del salón, que hay que echarlas a lavar. Y no te olvides de poner ésta noche las lentejas a remojo- la retahíla de órdenes se iban amontonando, pero Manuela no lograba retenerlas, enfrascada en sus propios pensamientos. En Vicente, en su vida, en cómo sería al lado de un hombre como él, en qué pensaría de ella, una mujer separada dos veces. En su fuero interno era capaz de intuir que eso, a él, le daba igual, como siempre era ella la que se ponía sus propios obstáculos. –Y recuerda que tienes que bajar la basura- concluyó la perorata su madre. Aquello le sirvió para sacarla de sus pensamientos y trazar las primeras líneas de su plan.
-Ahora mismo la tiro- respondió sin darse tiempo a desprenderse de la chaqueta.
Bajó las escaleras las que había numerado en incontables ocasiones desde que era niña, bautizándolas con un número que las hacía únicas, que las diferenciaba de las demás, viéndose interceptada por la voz de Paca que también le pidió que, si no le resultaba demasiada molestia, también le bajara la basura. Puso un pie en el quicio de la puerta del portal y una vaharada de aire fresco de primavera la impulsó a arrebujarse en su chaquetilla, encaminándose hacia la esquina.
El cuerpo de Manuela sintió la mirada de Vicente antes de verle. Notó cómo se volvía corpórea, cómo aquellos ojos que se demoraban en cada una de sus curvas, la volvían más rotunda, más mujer. Y segura de su femineidad se acercó a la puerta del tienda en la que Vicente se despedía de alguno de los vecinos con los que había estado charlando mientras fumada un cigarro liado a mano tras echar el cierre. Su tacón repicó en Morse sobre el empedrado de la carretera las palabras que su voz se negaban a pronunciar.
-Hola Manuela- fue lo único que, después, sería capaz de recordar ella cuando se despertó por el sonido de la lluvia en la cama de Vicente, arrebolada e incapaz de borrar una sonrisa en una boca que había perdido ese hábito.
lunes, 26 de abril de 2010
Ingrávidos y celestes
Con pulso impreciso resigue su sombra en la pared, tratando de dibujarla para cuando ella se marche, para que quede algo más que su hueco. Los segundos antes del amanecer son niños crueles y asustadizos, cobardes. Ha visto en sus ojos (los de ella) dolor y celos. En los de él ha visto la satisfacción del que se sabe ganador de una guerra que nunca fue declarada. Y él teniendo claro en qué bando debe enrolarse sin estar demasiado seguro de que quiera: la distancia entre deber y querer no se salva sin que caiga alguien en el intento.
Los dos se conocían de siempre, desde niños, creciendo en aquél barrio más allá de las vías del tren. Eran los raros, a los que todos daban la espalda, de los que todos se burlaban, por eso fue inevitable que se hicieran, más que amigos, compañeros en las vejaciones de los demás. Hablaban de escapar, de visitar lugares que sólo habían visto en la televisión pero que no sabían si existían en el mundo real. No se sorprendió cuando le dijo que había robado las llaves del coche de su padre. Acalló la molesta voz de la conciencia con frases manidas con las que avivó la valentía que no sentía cuando se abrochó el cinturón de seguridad. Se repitieron una y otra vez que lo que dejaban atrás no merecía ninguna oportunidad.
Los horizontes se escurrían al otro lado de las ventanillas. Las luces de las ciudades por las que pasaban dejaban endebles marcas en la carrocería. Durante el día conducían sin rumbo y sin mapa, trazando su propio itinerario. Por la noche se dejaban vencer por una modorra que les arrullaba donde quiera que les sorprendiera la luna, derrotados por un letargo sin sueños. Hasta que soñó con ella haciendo autostop.
Apareció en una recta la tarde siguiente, tal y como había visto en su sueño, más rubia, menos virginal, más brillante del sudor de una tarde a pleno sol. Su destino, tan solitario y rubio era el mismo que el de ellos, así que no parecía haber inconveniente en que siguieran los tres juntos.
Los horizontes se escurrían al otro lado de las ventanillas. Las luces de las ciudades por las que pasaban dejaban endebles marcas en la carrocería. Durante el día conducían sin rumbo y sin mapa, trazando su propio itinerario. Por las noches ya no dormían sin sueños, las más de las veces era una duermevela en el coche de conversaciones a media voz, de confesiones y planes y comentarios subidos de tono. Ellos eran vírgenes. Ella lo había sido. Al final de la primera semana juntos ambos había probado el placer carnal de un cuerpo ajeno. Al final de la segunda semana eran una pareja de tres y las noches se convertían en refriegas, batallas, intercambios de besos, caricias y fluidos sin importar el destino. Podía besarle a él y acariciarla a ella. O que él se inmiscuyera bajo su pantalón mientras ella, sin pedir permiso ni perdón jugaba con sus pezones. Los confines del habitáculo del coche se quedaron estrechos para una expansiva sensación que llenaba a los tres y los daba la vuelta para, al final, devolverlos más cansados, más distintos, a un mundo de carreteras y caminos.
Solitarias explanadas de trigo llegaban hasta el lugar donde se cansan los ojos y dan paso a un cielo que parecía más lejano cuanto más se adentraban al sur. Eran tres pero eran uno, aunque ella siempre se reservaba el derecho de la última palabra. Y dormía en tensión, como si lo hiciera con el dedo en el gatillo de una pistola con la que alejar las pesadillas.
Sugirió que se quedaran en un hotel, cambiar el escenario del coche por una cama. No se les ocurrió decir que no como tampoco había ningún motivo para decir que sí. Así descubrieron sus cuerpos bajo una luz que los convertía en algo completamente nuevo. Pasaron aquella noche reconociéndose de nuevo como la primera vez que descubrieron el asiento de atrás del coche. Pero ella intuyó que, la gran mayoría de las veces, no es que tres fueran multitud, es que hacía que las cosas se debían compartir en trozos más pequeños.
De pronto un día, sin previo aviso, se encontraron frente al mar. Ellos sólo lo habían visto en fotos. Ella había crecido en un pueblo de casas encaladas que miraban todas a un mar tranquilo y cruel. Ella fue la encargada de las presentaciones y se metieron los tres sin pensárselo dos veces, ingrávidos y celestes, contagiados de salitre y algas. Se besaron bajo el agua. Primero ella se besó con cada uno, acercando su cuerpo más y más, tenue en aquella maraña de brazos, labios, de pechos y espaldas. Después los dos descubrieron los labios de los que habían escuchado mil fantasías, cientos de planes y un buen puñado de confesiones. Ella se hizo a un lado, convidada de piedra, mientras cada uno colonizaba con manos y brazos un cuerpo que siempre les había sido ajeno pese a estar al alcance de los dedos.
Aquella noche ella toma la decisión. Los mira con el cariño reservado para las cosas que has visto crecer. Él, despierto, finge dormir. Con pulso impreciso resigue su sombra en la pared, tratando de dibujarla para cuando ella se marche, para que quede algo más que su hueco. Los segundos antes del amanecer son niños crueles y asustadizos, cobardes. Se da la vuelta y se marcha sin una mirada atrás. Sin un adiós. Entregando su victoria a aquél que nunca iba a perder.
lunes, 8 de febrero de 2010
Por mí, por todos mis compañeros y por mí el primero
Vivía en un barrio más allá de las vías, un árido conglomerado de bloques tan mastodónticos que le hacían sentir aún más diminuto, vulnerable como en el patio del colegio a merced de los matones del recreo. Los días empezaban y terminaban con los terremotos artificiales de los trenes que llevaban a cualquier otro sitio lejos de aquél lugar en el que sólo se atrevían a crecer las malas hierbas. Los sábados los pasaba jugando con otros chicos del barrio. A veces a “policías y ladrones”, otras al “escondite inglés”, las más de las ocasiones a la pelota en sus más diversas variantes y, muy de vez en cuando, al “escondite”.
En eso era en lo único en lo que era el mejor de todo el barrio. Era capaz de estar en el mejor escondite durante el tiempo suficiente sin que nadie le encontrara, agazapado, esperando, conteniendo la respiración, midiendo el paso del tiempo por el número de trenes que atronaban al otro lado, calculando cuántos habían sido descubiertos antes que él. Y en el momento preciso, salir raudo en dirección a la pared para gritar “Por mí, por todos mis compañeros y por mí el primero”, sintiéndose el más importante del universo por haber logrado al resto de chavales de las cadenas impuestas por el cazador al que le tocaba aquella ocasión. Le gustaba imaginar que cada vez que pronunciaba ese sortilegio retrasaba, aunque sólo fuera un poco, su crecimiento, que prolongaba la niñez en aquél barrio sórdido.
Sólo hubo una ocasión en la que no logró llegar el primero a la pared y gritar con toda su capacidad pulmonar aquel mantra que los salvaría a todos. Y supo que todo su esfuerzo había sido en vano, que al no haber sido él quien repitiera las palabras mágicas, todo el tiempo que había conseguido arrebatar al crecer había caído de golpe sobre todos y cada uno de sus vecinos, alejándolos de los bocadillos de nocilla y las partidas de chapas, de los dibujos los sábados después de comer y de los campeonatos de peonza, de las eternas tardes de principio de verano cuando podían llegar a casa a la hora en la que asomaban las primeras luciérnagas.
domingo, 7 de febrero de 2010
Un desastre manifiesto
Él era de los que, meticulosamente, etiquetaban, organizaban, categorizaban y trazaba con tiralíneas los caminos de su vida. Para ella el caos era la extensión de sí misma, una forma de expresión.
Pero el día que, en el supermercado, ambos se abalanzaron hacia el último sobre de Tang (sabor tropical) durante la fracción de segundo que sus dedos se rozaron por primera vez, supieron que terminarían con una hipoteca a nombre de los dos.
jueves, 7 de enero de 2010
La señorona
Al fondo del bar, humo y luces tenues. Tan dramático es para ella el no ser capaz de desprenderse de aquellos modales empañados de naftalina como que le quede como un saco cualquier modelito de “haute couture” cortado a medida. Sus formas de señorona de sesenta años contradice una edad biológica que no llega al tercio de siglo. Harta de la imposibilidad de verse favorecida de forma alguna por los modelitos acordes con los años que pone en su carné de identidad ha optado por el luto como base de su fondo de armario. El negro de moda entre los góticos, aquél que siempre se considera que combina bien con cualquier cosa, el que se cree que hace la silueta más estilizada, en su caso se transforma en un borrón en tu visión periférica. De pronto un manchurrón negro llena el espacio, mientras un aroma de flores marchitas toma posesión del ambiente transformando al resto de los presentes en estatuas convidadas a su prematura decrepitud.
Dicen que perdió la razón como una Penélope de Serrat. Que por eso habla en voz alta consigo misma con un tono que hiere el tímpano de todo aquél que están en un radio más o menos próximo a su influencia. El tema casi siempre es ella misma en una suerte de monólogo autobiográfico con el que templa los días para darles la forma que mejor se adapte a su incapacidad de que alguien se interese por su incesante charloteo. Aquellos que, por desconocimiento o audacia, han tratado de interesarse por lo que dice, por sus historias, sus anécdotas o sus necias opiniones, generalmente no sacan nada en claro más que desquiciadas disquisiciones sobre la vida que dan lugar a comentarios jocoso. Especialmente cuando, con un auditorio que la presta atención, trata de hacerse más intelectual de lo que es.
Al fondo del bar puedes llegar a escuchar perlas que persisten en tu memoria dado el asombro que te producen como aquello de “Una vez me he fumado un porro de manzanilla y casi me muero”, esas opiniones políticas dignas de usarse como muletilla en cualquier conversación del tipo “Hay que distinguir entre dos izquierdas: la buena y la mala”, los impagables momentos literarios “Me gusta mucho Monterroso, nunca me he terminado de leer su historia sobre el dinosaurio, pero lo sigo mucho” o “Pocoyo es demasiado intelectual para mí”, sin olvidar sus conocimientos histórico-electricistas “Me he quedado sin luz en casa: se ha caído la gleba”
Cerca de la cirrosis, la dejamos en el fondo del bar, humo y luces tenues, mientras ojea el Venca como quien revisa el Vogue.
mp3: Lostprophets “It’s not the end of the world but I can see it from here”
lunes, 21 de diciembre de 2009
Fachada
Los planos existenciales por los que me muevo son prolijos en personajes curiosos, personajillos y cabareteras de medio pelo con pretensiones de algo mas que una vida opaca y anodina.
Mirad a aquel, por ejemplo, el que se cree el hombre perfecto: inteligente, divertido, atractivo... Todas las cualidades que adornan a los usuarios de Varon Dandy, Brummel o Agua Brava. Pero nadie es un buen juez de si mismo y la objetividad se distorsiona ante el espejo en el que nos miramos. La realidad sí que es imparcial y, de la misma forma que él ve la brizna en el ojo ajeno, los demás ven la viga que hay en el suyo. Pero mientras se encarga de señalar la brizna en los otros, tratando de librarse de toda mácula, los demás, los que son objeto de su inquina y su malevolencia disfrazada de humorismo heredero de la rancia tradición arevalista (o, para el caso, de Marianico el Corto) callan y otorgan, no por evitar la confrontación, no por darle la razón (que a veces tiene, aunque la pierda dadas sus formas) sino por la apatía que les invade ante tamaño despropósito de personaje. No pueden por menos que compadecer el esfuerzo, consciente o inconsciente, que tiene que hacer para mantener una fachada que cuando accidentalmente se resquebraja muestra, en toda su opacidad, la mediocridad y zafiedad que lubrica sus engranajes.
Depende de la luz del ascua a la que acerque su sardina, pero todos los rostros que presenta, sonríen al interlocutor de turno, le regalan el oído con lo que cree que son las mejores palabras (aunque la mayor parte de las veces son términos rimbombantes cuyo significado desconoce y que, pocas veces, son las apropiadas para la ocasión) mientras espera el momento propicio en el que poder hundir el puñal en la espalda de la persona que tiene delante. El problema al que se enfrenta cuando trata de zaherir a alguien es la incapacidad de usar las habilidades sociales con cierta mesura, lo que se traduce en montar tanto estropicio como un elefante en una cacharrería cuando la discreción sería mucho más apropiada. No obstante, sus denodados esfuerzos por resaltar mas allá de los humos y las sombras de los bares le convierten en el máximo exponente de lo que no debiera ser nadie en su sano juicio. Afortunadamente, la experiencia, el paso del tiempo, pone a cada uno en su lugar y te dota de las armas y los escudos con los que evitar que las inquinas ajenas te afecten como lo hacen los mosquitos.
viernes, 13 de noviembre de 2009
Catholic Star System: pareja cómica
Ambas llevan el mismo traje de chaqueta, corte perfecto, color inmaculado, firmado por un gran diseñador convencido para la causa, pero no parecen el mismo. El tinte, del mismo número, no resalta los mechones de una de la misma forma que a la otra a pesar de todos los intentos de las estilistas contratadas para peinarlas igual. Mientras una anda airosa sobre tacones que darían vértigo a un drag-queen, la otra mantener un precario equilibrio que evite que se dé de bruces contra el suelo y haga el más espantoso de los ridículos. Han tratado convertirlas en las perfectas apóstoles de la buena nueva y han logrado transformarlas en las dos caras de una misma moneda. No es que una sea peor que la otra, pero ésta derrocha glamour y saber estar donde la otra se siente como un pez fuera del agua. Aunque las dos saben exactamente lo que tienen que decir cuando tienen un micrófono, una grabadora, una cámara delante.
- Eres afortunada de ser la abuela del hijo del señor- sonríe mostrando una perfecta y refulgente hilera de dientes.
- Muchas gracias… y gracias por apoyarnos en ésta causa. Dice mucho de tí- su sonrisa no le llega a los ojos.
Llevan varios días sin separarse la una de la otra. Su confesor le dijo que sería buena idea que la acompañara como portavoz de la próxima llegada y desde entonces parecen gemelas, siempre vestidas, peinadas y maquilladas igual. A veces los periodistas dudan de quien es la verdadera abuela y quien es la rutilante estrella que les da apoyo.
- Gracias a vosotros por haberme acogido de tan buen grado, me siento como si formara parte de una gran familia- aunque si no fuera por mí toda ésta historia no tendría ni la mitad de eco mediático que tiene, porque sí, tenéis una virgen preñada pero si yo no estuviera aquí ninguno de esos periodistas de segunda fila os harían el menor caso. Y esos periodistas son los que llegan a la gente y la gente lo que quieren son gente glamourosa como yo, no payasetes arribistas que no saben ni cómo comportarse en público.
- Pero si no fuera por ti…- lo tranquilos que estaríamos, que hay que fastidiarse con la famosilla ésta, que no ha hecho nada y no hace más que chupar cámara y hacer declaraciones como si la realmente embarazada fuera ella. Que ya me he dado cuenta yo de que nos mira por encima del hombro, que no estamos a su nivel. Puede que yo no tenga tanto dinero y tanta educación como ella, pero yo nunca me he rebajado ante nadie y una es una mujer decente, que no sé yo si ella lo será porque me acuerdo de haber visto en la televisión cada cosa sobre ésta. –… habría gente que no escucharía la buena nueva.
El cumplido la halaga, sabe que es cierto. Desde que ella se ha unido son la comidilla de todos los programas de televisión y muchos otros conocidos aristócratas y artistas se han unido a su causa. Ella sabe que es la verdadera estrella y que la gente les sigue porque ella participa, sino de qué Harmani se iba preocupar por vestirlas a ambas. Ni en ese programa del sábado por la noche les dedicarían cuatro horas de entrevista. Estaban cambiando el mundo, la fe de la gente, pero ella sabía que era realmente ella la que lo estaba provocando. La otra es capaz de leer en su cara lo que está pensando y la reconcome por dentro que se esté convirtiendo en protagonista por encima de su propia hija, pero sabe que el tiempo pone las cosas en su lugar y que cuando nazca SU nieto el equilibrio se volverá a restablecer. Armada de paciencia cristiana se dispone a esperar a interpretar su abuela del nuevo hijo del altísimo.
-Nena, espera un momento que se te ha salido un mechón del moño- le arregla con pericia el peinado. Esta no sabe ni peinarse, de verdad que si no es por esto de qué me iba a juntar con una ordinaria como la aquí presente que no sabe estar ni se ha visto en una como esta en su vida. Es que no tiene ni idea de cómo llevar el traje y mira que es difícil llevarlo mal con lo maravilloso que es.
- Ay, gracias, que no me había dado ni cuenta, con este viento…- si me vuelve a tocar no sé si seré capaz de comportarme. Que el padre de mi nieto me perdone, pero ésta mujer es mala, sólo está aquí para hacerse publicidad, que me conozco a las de su calaña, que siempre están intentando salir en televisión y es lo que quiere ésta, que se le ve a la legua.
Ambas se miran, se miden y se sonríen. Para volver la cara en cuanto pasa el tiempo prudencial establecido por las convenciones sociales.
miércoles, 11 de noviembre de 2009
Catholic Star System: guest starring
Las luces del estudio no la deslumbran: ella ha visto la luz de la virgen y ningún resplandor se puede igualar a ese. Antes de que se encienda la roja lamparilla de la cámara ella ya ha arreglado la chaqueta de su Chanel, se ha atusado ligeramente el cardado del cabello y humedecido levemente los labios, más que sentarse, se ha colocado en la silla en el ángulo más favorecedor posible. Es consciente de que su imagen ya no es la de aquella musa de los grandes diseñadores de los años 60, pero todavía es capaz de transmitir la misma seguridad, la misma determinación. Y es lo que le ha convertido en uno de los apóstoles de la nueva revelación, de la buena nueva. Se siente honrada del papel que juega en ésta historia y así se lo hace saber a la presentadora que la mira con la cara de pasmo propia de las adictas al botox, la cual no hace más que preguntarla sobre su opinión sobre la llegada del segundo hijo de dios. No viene a salvar al mundo, indica, viene a salvar a la humanidad. Una frase típica, tópica, que los curas no dejan de utilizar. Atrás quedan las fiestas de alta alcurnia en las que ella era la estrella invitada, ahora reconoce, con forzada humildad que está al servicio del que está por venir y que eso la satisface plenamente en todos los ámbitos de su vida. No echa de menos, para nada, esos vulgares y superficiales encuentros con arribistas, pobretones de rancio abolengo, modelos con callos en las rodillas, proxenetas con un Jaguar en la puerta y demás fauna con la que se tenía que relacionar en las situaciones más variopintas, desde la presentación de una colección de joyas a la inauguración de los locales VIP que patrocinaban sus hijos. No podía negar que la condescendencia con la que sus vástagos se tomaban el nuevo giro que había tomado su vida, la molestaba de una forma indefinida, pero no podía dejar que aquello se interpusiera en su papel de portavoz de la gran noticia que supone la llegada del nuevo hijo de dios.
miércoles, 28 de octubre de 2009
Catholic Star System: un apóstol
Nadie dijo que fuera a ser fácil, pero ninguno pudo imaginar que llegara a ser tan duro. Le cogió todo por sorpresa, una llamada al móvil mientras esperaba para entrar en una entrevista de trabajo, ridículamente vestido con un traje de chaqueta que le iba demasiado grande y un currículum maquillado tan en exceso que parecía pertenecer a otra persona, pero aquello era tan habitual que las mas de las veces no era capaz de distinguir lo que era cierto de lo que no. No es que le gustara mentir, es que no sabia como evitarlo. Tal vez por eso fue el que, de todos los de la familia, se tomó la Inmaculada Concepción de su hermana como un hecho anecdótico sin la menor importancia. No pudo calcular hasta que punto estaba equivocado y, al cabo de los meses, aun recordaba aquella llamada de teléfono como el principio del desbarajuste en el que se encontraba en aquellos momentos.
Al principio resultaba hasta graciosa la atención de los medios, las entrevistas, las fotos, las apariciones publicas, todas entreveradas por el morbo de la gente por saber sobre las vidas ajenas y por ese halo de santidad que envolvía a su hermana y, por extensión, a toda la familia que, de la noche a la mañana parecía haber expiado todos sus pecados, cualesquiera que hubieran sido y el momento en el que los hubieran cometido. A el incluso se le presento un beneficio extra que ni siquiera había entrado a considerar y es que no era capaz de calcular cuantas mujeres estaban deseosas por tener conocimiento carnal con el tío del hijo de dios. Pero esa ventaja solo le sirvió al principio. Cuando acabó la novedad se dio cuenta de que no era mas que otro pelele en manos de algo mucho mas grande de lo que era capaz de entender, de lo que ni el ni ninguno de los suyos era capaz de manejar.
Detrás de todo estaba la mano de aquel puritano confesor de su madre, ese que durante toda la infancia le había estado martirizando e intentando convencer de que debía formar parte del ejercito de dios. Pero el siempre estuvo mas interesado en otra clase de faldas y el voto de castidad jamás estuvo entre sus planes. Hasta su madre se lo echaba en cara, reprochándole con cierta decepción que no fuera todo lo pío que su familia requería. De su hermana no decía nada a pesar de ser tan descreída como el, pero claro, ella era la pequeña, la mimada, la que siempre decía que quería llegar virgen al matrimonio y llevaba el anillo de castidad. Y ese papel era el que se dedico a exprimir cuando quedo encinta. Y a el le seguían echando en cara que no era tan católico como su recién adquirida posición requería. Nadie dijo que fuera fácil, pero nunca creyó que pudiera llegar a ser tan difícil.
Si él hablara... nadie le escucharía.
domingo, 25 de octubre de 2009
Catholic Star System: efectos especiales
Nadie presta atención a una anciana demente. Y esa es una baza que ella sabe jugar muy bien, la aprovecha y la maneja a su antojo para que nadie le haga caso. Siempre, de una u otra manera, lo ha hecho así y siempre le ha reportado buenos resultados. Sobre todo después de la guerra, cuando las jovencitas del lugar acudían a ella para restituir su virtud, cuando las solteronas recurrían a sus servicios para encontrar marido, cuando las casadas buscaban atar a sus díscolos esposos, cuando aquellos pobres desviados buscaban satisfacer urgencias carnales en el cuartucho de atrás de la zapatería de su esposo, que en paz descanse. Todo por un precio, módico, pero que le permitió a ella y a su familia vivir con una cierta holgura frente a las penalidades del resto y, para qué negarlo, pagó los estudios de sus hijos, al mayor de ellos, incluso la carrera de medicina.
Pero de aquellos tiempos, de aquellos buenos tiempos en blanco y negro, poco quedaba ya. Llegó un momento en el que todo el mundo se volvió escéptico, descreído, y no necesitaba de sus servicios. La virginidad ya no era importante para llegar al matrimonio. Ser soltera dejó de ser un lastre. El remedio a los maridos díscolos pasaba por disolver el santo matrimonio. Hasta aquellos desafortunados desviados ya no necesitaban de la clandestinidad y los escondrijos, hasta podían casarse. Tanto habían cambiado las cosas que la mujer que había sacado adelante a toda su familia pasó de matriarca a estorbo, una molestia que sus hijos se repartían cada cuatro meses. Se resignó a ser aquella carga, asumiendo que era el justo pago por todo lo que ella había tenido que hacer para que su familia no languideciera con la cartilla de racionamiento, para que los niños vistieran de una forma decente y, sobre todo, que no faltara una comida decente en la mesa. No se avergonzaba de nada, pero de algunas cosas no se enorgullecía.
Que su nieta, la única chica, necesitara de aquellos trucos llenos de polvo sí que la hizo sentirse importante, necesaria, útil. Después de décadas en el olvido, sus conocimientos servirían una última vez. Nada de conjuros, filtros o ataduras. Algo mucho más sencillo: dejarla como si nunca la hubieran desflorado, como si no hubiera conocido varón. Y pese a los años de olvido, aunque no lo hubiera hecho desde hacía casi treinta años, sus manos dejaron de temblar en el momento en el que se inmiscuyó entre los tersos muslos de dieciséis primaveras de su nieta con una aguja en ristre. Y fue su mejor trabajo.
No se le ocurrió a ella toda la patraña que montó la niña, pero al oír al confesor de su nuera supo que lo mejor era callar y fingir que había perdido la cabeza. Nadie presta atención a una anciana demente.
De todas formas, lo más raro de todo es que aquella mañana, a primera hora, mientras estaba vigilando la leche para que no hirviera, entró en la cocina un joven muy parecido a su marido, que en paz descanse.
viernes, 23 de octubre de 2009
Catholic Star System: el actor de reparto
Por más que el confesor de su mujer proclamara que al mundo habíamos venido a sufrir, el dolor se hacía, las más de las veces, intolerable para el hombre de carne y hueso. Puede que el ejemplo de los mártires o del primogénito de dios le sirviera a alguien, pero lo que era a él, que las comparaciones le resultaban odiosas, sólo le alentaban a tomarse otra pastilla o beberse una penúltima copa. Aquél divino asunto hacía mucho que había dejado de ser algo familia para convertirse en un despropósito de calado internacional en el que se habían implicado gobiernos, medios de comunicación y la corporación más poderosa del planeta. Hasta los científicos se frotaban las manos, deseosos de analizar el fruto de aquél embarazo en el que estaban implicados una niña con el himen intacto y un espíritu tal vez santo, sin duda lujurioso. Tras el revuelo de los primeros días, a él se le había dejado de lado; el confesor de su mujer sugirió que sería buena idea que apoyara a su hija en aquél momento tan dificil para un chica de su edad pero desde una posición mucho más discreta.No se lo dijo pero él sabía la razón: un cincuentón con obesidad mórbida, un hombre calvo y barrigón con una nariz bulbosa plagada de venillas púrpuras y mofletes colorados, no daba buena imagen. Su esposa sí, una mujer menuda, una señora piadosa de misa diaria y creyente a pies juntillas de cualquier dogma de fe sí que era una buena imagen para la campaña orquestada en torno al embarazo de su niña.
Buscó a tientas el vaso sobre la mesa, sin poder reprimir cierto escalofrío al notar la superficie dura y húmeda, pesada de hielo y bourbon. El reloj anunciaba que aún no era mediodía, tal vez demasiado pronto, pero en alguna parte del mundo seguro que era la hora propicia para tomarse un copazo. Resignarse era la única opción que le quedaba. Eso y beber cada día hasta olvidarse que iba a ser el abuelo del primer hijo de dios en más de dos mil años. Cuando supo que su hija de dieciséis años estaba preñada se tuvo que contener para no apalizarla hasta que confesara quién era el bastardo que había hecho aquello a su niñita. Pero cuando la niña confesó la paternidad del ser que llevaba en sus entrañas, de lo que le entraron ganas fue de morirse y no saber nada más del mundo ¿Por qué clase de imbecil le había tomado para creerse semejante desatino? Pero en su defensa salió su esposa, hecha un mar de lágrimas ante una noticia más grande de lo que nadie sería jamás capaz de tragar. En pocos momento el confesor de su mujer se presentó en casa. Desde aquél momento tuvo que tragarse su orgullo y bregar con una historia que su cerebro le decía que era una patraña. Por eso le había recluido en aquella jaula de oro, para que nada distorsionara la perfecta imagen del cuento que había tramado aquél curilla con ayuda de toda una pléyade de tipos similares a él.
Su atención se centró en la imagen sin sonido en la televisión. Un revuelo de cámaras y periodistas frente a la puerta de un hospital. Como por resorte se levantó del sillón, con una agilidad prestada por la adrenalina que no había poseído en años, tropezando con la alfombra que amortiguó el sonido de la caída, pero no evitó el lacerante dolor en la cadera.